viernes, agosto 22, 2008


"EL NIÑO QUE YO ERA"

"Mi niñez fue pobre, pero nunca fue triste; fue más bien pensativa y serena y en muchos aspectos fue en la realidad tan hermosa como la revivo en la memoria. Para poblarla de fantasía yo contaba con la amistad entrañable de mi abuela que, en su colorido castellano de isleña de El Hierro, sabía contar tan extraordinarias historias como la de su viaje de Tenerife a La Guaira en un barco de vela azotado por los furiosos vientos del Atlántico.

Ella vivía con mis dos tíos que eran panaderos y debían dormir de día porque trabajaban de noche, de modo que la casa siempre estaba sumida en un silencio de siesta, propicio para que mi abuela contara en voz bajita sus largas historias y también oir viejas canciones de otras tierras, que ella cantaba mientras pelaba sus papas, con una voz casi susurrada. Con ella tenía yo también a mi padre, que era un temperamento sencillo y poético, ciclista que amaba las excursiones dominicales al campo, a las que yo siempre lo acompañaba. Algunos domingos nos íbamos a pie al Avila y por la tarde volvíamos cargados de flores, de moras, de duraznos o de plantas de anís y de romero. Otras veces los paseos eran por la ciudad. En la mañana nos íbamos a pie hasta la Plaza Bolívar o hasta el Mercado de San jacinto, tomábamos helados en "La Francia" y, si nos aburría la retreta matinal, subíamos al tranvía de El paraíso o del Central, o nos íbamos para Sabana Grande que era mi paseo preferido porque el recorrido desde la estación Central se hacía en un fantástico tranvía de dos pisos. En los tiempos en que yo tenía seis años había en Caracas muchos españoles; el día del cumpleaños del rey Alfonso XIII que era el del mío, los españoles ponían sus grandes banderas rojo y gualda en las ventanas.

Mi padre entonces me llevaba a pasear y me decía que las casas estaban abanderadas porque era el día de mi cumpleaños. Por aquellos tiempos ingresé en la escuela de Misia Rosa, donde aprendí a leer. Cuando estuve más grande, pasé a la Escuela del señor Pablo Meza, que estaba al lado de una dulcería a la que al salir de la escuela nos metíamos a pedir recortes de dulces que los pasteleros nos regalaban generosamente. En aquella escuela hice amistad inseparable con Héctor Poleo y su hermano Manuel Antonio. Con ellos y otros muchachos nos jubilábamos, algunas veces hacia el Guaire, en cuyas aguas todavía era posible bañarse, y cuyas riberas estaban sembradas de hortalizas por los horticultores chinos a quienes robábamos los más picantes rábanos o aquéllas lechugas tan esponjadas. Por entonces aprendí la vida secreta de Caracas, en arriesgadas excursiones a lo largo de las quebradas de Caroata y Catuche por debajo de cuyos puentes, túneles y embovedados atravesábamos casi toda la ciudad, descubriéndola en los meandros más misteriosos de su intimidad. Otras tardes, al salir de la escuela, me iba para la panadería de Solís, donde mis tíos panaderos trabajaron tantos años, y allí me convertí en una especie de mascota de los panaderos. Allí me pasaba largas horas viéndolos trabajar en el torno y la artesa, o sacar del horno las grandes paladas de pan caliente que caían en una gran cesta, llenando el ambiente del más noble de todos los olores. Yo ayudaba en pequeñas cosas y curioseando en el departamento de pastelería aprendí muchos secretos de ese oficio, y también me indigestaba frecuentemente.

Desde los tiempos en que mi abuelita y mis tíos vivían en una vasta casa de la vecindad casi toda habitada por árabes, martiniqueños y trinitarios, me trajeron los idiomas extranjeros. Pronto me hice amigo de una popular dulcera negra de origen trinitario que ponía su canasto de dulces todos los días en la esquina de Sociedad, y con ella, sin que en mi casa lo supieran, aprendí mis primeras lecciones de inglés, socorrido también por un vendedor de tostadas que tenía su carro junto a las escalinatas de El Calvario (Papá quedó pasmado de la sorpresa al encontrarme una tarde en el Correo hablando con unos turistas norteamericanos que me habían tomado como cicerone. Tenía yo entonces doce años).

Todavía tengo otros hermosos recuerdos. Me acuerdo por ejemplo de la brumosa tarde en que Lindbergh voló sobre Caracas y de cómo me arriesgué a llegar solo hasta El Paraíso para ver su aeroplano que, como se decía, había aterrizado en el Hipódromo. Fue aquella también una de las tardes más amargas de mi vida, porque un policía, siguiendo la más inveterada tradición de la policía de Caracas de todos los tiempos, al sorprenderme trepándome a una de las rejas del hipódromo para ver el aeroplano, me arrestó y me llevó casi a rastras a la Jefatura de San Juan donde, encerrado con otros siete niños en un cuarto lleno de cachivaches, estuve llorando hasta en la noche, cuando después de azotarnos el propio Jefe Civil con un foete, nos soltó a todos.
También me acuerdo de los sucesos de 1928. Yo vivía entonces frente a la estación del ferrocarril, en una calle paralela a los rieles, pero a un nivel más alto que permitía ver los trenes por la parte de arriba. Yo tengo una hermana, JUSTINA, que entonces era una muchacha a la moda flapper de 1928, época del talle bajo, la falda corta, y el corte de pelo a la garçonne (NOTA:a lo muchachito) Asi era mi hermana y también gran bailadora de chárleston en los bailes amenizados con pianola o con vitrola. Aquel fue el año de la gran revuelta estudiantil. Los estudiantes fueron apresados en masa y en vagones destinados al ganado, vagones de los que no tienen techo, los enviaban en grandes cantidades hasta Valencia para a continuación remitirlos al castillo de Puerto Cabello (Nota: El castillo Libertador). Cuando el tren de los estudiantes se detenía en la estación de Palo Grande, mientras la máquina cambiaba, todas las muchachas de nuestro barrio se reunían en la calle donde vivíamos, para desde esa altura agasajar a los estudiantes que se hacinaban en sus vagones. Recuerdo a mi hermana Justina tirándoles dulces y flores, y ellos desde abajo dedicándoles los más sonoros besos volados. Cuando el tren se iba, ellas se ponían a llorar y el coro de muchachos se despedía de ellas cantando.

Otro de los encantos de mi casa por aquéllos tiempos fue la aparición de la radio en Caracas.Mi padre se convirtió en un furioso radiófilo y fue uno de los primeros caraqueños en oir la estación norteamericana de Schenectady (la primera que se estableció en el mundo)utilizando una radio de galena de su propia fabricación.
La pasión del radio y la generosidad de mi padre que a todo el que le pidiera le enseñaba la sencilla técnica para confeccionar un receptor, atrajo a nuestra casa a mucha gente joven e interesante, llena de ideas nuevas y de conocimientos, con la que descubrí el mundo de los libros"

Aquiles Nazoa (Las cosas más sencillas. Caracas, Oficina Central de Información, OCI, TVN5, 1972, pp.47-49).


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